jueves, 20 de mayo de 2010

El sistema evangelístico de invitación: una práctica anti bíblica y peligrosa

Por Sugel Michelén

A veces escuchamos en ciertos círculos evangélicos comentarios similares a este: “En tal o cual campaña evangelística se convirtieron ‘equis número’ de personas (5 ó 10 ó 20, y así por el estilo)”. Y ¿cómo pueden saberlo con tanta precisión? Porque lo que tales personas quieren decir realmente es que al final de la predicación, el predicador hizo un llamado a que levantaran su mano o vinieran al frente del auditorio todos cuanto quisieran aceptar a Cristo, y ese número de personas aceptó el llamado.

Esta práctica es tan común hoy día que muchas personas se asombrarían al descubrir que no sólo no encuentra apoyo en las Escrituras, sino que nunca fue practicado por la Iglesia, por ninguna iglesia, en los primeros 1800 años del cristianismo.


Cristo nunca llamó a los pecadores a que levantaran su mano y den un paso al frente para dar a conocer su decisión de seguirle; tampoco lo hicieron los Apóstoles, ni ningún predicador hasta el siglo XIX. Esa metodología evangelística nunca fue practicada en la Iglesia de Cristo, sino hasta mediados del siglo XIX, cuando un hombre llamado Charles Finney comenzó a hacer uso de lo que él llamaba “el cuarto ansioso”, un lugar en el que se invitaba a entrar a todos aquellos que se sentían convictos de pecado y deseaban ser salvos.

Poco a poco el cuarto ansioso se fue transformando en lo que hoy conocemos como el sistema de invitación, cuando el predicador llama a los pecadores a levantar su mano y a venir al frente de la Iglesia para dar a conocer su decisión de seguir a Cristo.

Esto es algo tan comúnmente practicado en los púlpitos modernos que pocos considerarían necesario detenerse a pensar si tenemos garantía bíblica para hacer tal cosa; de hecho, muchos no sabrían cómo predicar el evangelio a los pecadores sin usar este sistema de invitación.

¿Quién era Charles Finney? Un evangelista del siglo antes pasado que negó rotundamente la doctrina de la Total Depravación del hombre y de su imposibilidad para salvarse sin la obra todopoderosa de la gracia de Dios.

Para Charles Finney el hombre no ha perdido la capacidad de obedecer a Dios, y por lo tanto, puede decidir en cualquier momento, sin la ayuda del Espíritu Santo, cambiar por completo el rumbo de su vida. Él decía que eso es la regeneración, el cambio de ruta que toma el pecador cuando decide seguir a Cristo.

Por tanto, todo lo que se requiere para ser salvo es una decisión del pecador. En otras palabras, todo lo que se necesita para ser cristiano es que el hombre decida hacerse cristiano, sin ninguna intervención divina. Lo único que hace el Espíritu Santo es persuadirnos a través de la verdad para que obedezcamos el evangelio, pero nada más.

El cambio, según Finney, podemos producirlo nosotros mismos por medio de una resolución que debe ser públicamente manifestada a través de algún acto físico como ponerse de pie, venir al frente del auditorio, o algo similar. Eso según Finney, es venir a Cristo.

Pero ¿es eso lo que enseñan las Escrituras? Por supuesto que no. Esta enseñanza contradice abiertamente las palabras del Señor en Jn. 6:44 “Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me envió, no lo atrae”.

Si venir a Cristo es algo que el pecador puede hacer con sólo quererlo, y no es otra cosa que una decisión pública manifestada a través de levantar la mano o pasar al frente, entonces no se necesita ninguna asistencia especial del Padre para llevarlo a cabo. Yo no necesito una obra especial del Espíritu de Dios para levantar mi mano, a menos que tenga algún impedimento físico severo. Pero Cristo dice aquí nadie puede venir a Él a menos que el Padre no lo traiga. Se trata de algo que nadie puede hacer sin la asistencia divina.

Esta enseñanza descansa en un serio error doctrinal conocido como Pelagianismo. Pelagio fue un hereje del Siglo V que decía que la voluntad humana no fue afectada con la caída, y que uno puede hacerse bueno con sólo proponérselo. La regeneración es una obra del hombre, decía Pelagio, no de Dios.

Y algo similar dicen hoy los arminianos. Pero ¿acaso no contradice esto abiertamente lo que Pablo nos dice en Ef. 2:1-3, que el hombre natural está muerto en sus delitos y pecados? “Y él os dio vida a vosotros cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados”.

Más aún, Pablo dice en Ef. 1:19 que si hemos creído en Cristo fue porque en nosotros actuó el extraordinario poder de Dios. Atribuir la conversión y el nuevo nacimiento a una simple decisión humana, no sólo es atribuir al pecador una capacidad que no posee, sino que es robarle a Dios Su gloria. Escuchen lo que dice en Jn. 1:12-13:

“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”.

En el nuevo nacimiento no intervienen ni la ascendencia física ni la voluntad humana. Es un nacimiento operado por Dios en el hombre. Los hijos de Dios vienen a ser hijos por la voluntad de Dios.

No importa cuántos frutos aparentes se han podido cosechar con este sistema anti bíblico de invitación; debemos rechazar toda práctica que no sea sustentada por la Palabra de Dios. Este sistema pelagiano y arminiano supone que el pecador posee una capacidad que en realidad es ajena a él: la capacidad de cambiar por sí sólo el rumbo de su vida.

Pero más aún, sugiere a los pecadores una condición de salvación que no está en la Biblia. Dios no ha ordenado a los pecadores que pasen al frente de la iglesia para ser salvos, pero como bien ha dicho alguien: “muchas veces aquellos que no pasan al frente son llevados a creer que no están obedeciendo al Espíritu, y por lo tanto, que no están obedeciendo a Dios. Pero esta es una culpa sicológica falsa, porque Dios nunca ordenó tal cosa jamás ni fue practicada por el NT”.

El texto que generalmente se cita para presionar al pecador en ese sentido es Mt. 10:32-33, o sus textos paralelos en los otros evangelios: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos”.

Ahora bien, ¿está enseñando Cristo aquí que nos hacemos cristianos cuando usamos nuestras cuerdas vocales para confesarle a Él, o cuando alzamos nuestras manos, o cuando venimos al frente de una Iglesia? ¿Es esa la manera en que nos hacemos cristianos? ¿O está enseñando más bien que una marca distintiva de los que ya son cristianos es confesar a Cristo ante los hombres?

Confesar a Cristo es un deber que tiene todo creyente, pero no es la forma en que nos hacemos cristianos, ni mucho menos el instrumento a través del cual se opera el nuevo nacimiento. Cristo dice en Jn. 3 que para ser salvo se necesita un nuevo nacimiento obrado por el Espíritu Santo en el corazón.

Y lo que es todavía peor, a los que pasan al frente se les hace creer que han hecho lo que tenían que hacer, y que debido a su decisión ahora son salvos. “Has dado un voto por Jesús, te has decidido por Jesús, y eso es todo lo que se requiere para ser salvo”. Tristemente muchos van camino al infierno basados en ese engaño. Venir a Cristo no tiene nada que ver con un acto físico.

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