viernes, 21 de mayo de 2010

Para venir a Cristo hay que conocerle como un Salvador suficiente

Por Sugel Michelén

No sólo debemos estar conscientes de nuestra necesidad espiritual, como vimos en la entrada anterior, sino que también debemos ver a Cristo como el único que posee todo aquello que necesitamos para suplir plena y exclusivamente todas nuestras necesidades espirituales.

Y lo que voy a hacer ahora es explicar algunos elementos vitales de ese conocimiento de Cristo que es necesario para ser salvos.

En primer lugar, ese conocimiento debe ser revelado al pecador.

No se trata de algo que aprendemos por nosotros mismos, una conclusión que derivamos de nuestro propio intelecto, no; es algo que debe ser revelado. Cristo mismo dice en Jn. 6:44-45:

“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero. Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí”.

Es Dios el Padre quien nos revela a Cristo en su verdadera dimensión para que entendamos que Él es el Único que puede suplir nuestra necesidad.

Cuando el Señor preguntó a los discípulos qué pensaban ellos acerca de Él y Pedro respondió diciendo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, el Señor le hizo ver que eso no era algo que Pedro había llegado a entender por sí mismo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.

Es el Padre quién revela a Cristo en el corazón de los pecadores como el único que puede suplir plenamente nuestra necesidad.

En segundo lugar es en las Escritura donde encontramos un testimonio fidedigno acerca de la Persona de Cristo.

Cuando el Señor nos dice en Jn. 6:45 que todo aquel que aprendió del Padre viene a Él, no quiere decir con esto que Dios nos habla a través de una voz audible, ni a través de sueños para guiarnos a Cristo; se refiere al testimonio escrito que nos ha dejado de Su Hijo en Su Palabra. “Son las Escrituras, dice Cristo, las que dan testimonio de mi, y sin ese testimonio nadie puede venir a Mi” (comp. Jn. 5:39).

Es por esa razón que las predicaciones evangelísticas deben ser exposiciones cuidadosas de las Escrituras. Un evangelista no es un individuo que posee una personalidad atrayente, y una oratoria fascinante y convincente. Ese es el concepto que se tiene hoy día de lo que es un evangelista, pero no es el concepto que encontramos en la Palabra de Dios.

El concepto bíblico de un evangelista es la de ese hombre que explica a sus oyentes lo que Dios dice acerca de Sí mismo en Su Palabra, lo que dice del pecado, del infierno, lo que dice acerca de Cristo y de la redención que efectuó en la cruz del calvario.

La tarea del evangelista es sembrar la semilla de la Palabra, no provocar “decisiones” (comp. Mt. 13:1-9 y 18-23). Es por eso que alguien ha dicho con sobrada razón que las reuniones evangelísticas no deben medirse por los resultados visibles producidos, sino por las verdades que han sido proclamadas.

Lo que debemos preguntar no es el número de personas que levantaron sus manos y pasaron al frente. Debemos preguntar más bien acerca del contenido de la predicación, porque es eso, y no ninguna otra cosa, lo que determinará si una reunión fue o no evangelística desde el punto de vista de Dios.

Lamentablemente, debemos decir con pena y dolor que si evaluáramos muchas de las supuestas reuniones evangelísticas que se llevan a cabo hoy día a través de esa norma, llegaremos a la conclusión de que muchas de ellas no pasan de ser simple entretenimiento religioso. Mucha música, muchos testimonios extraordinarios, un predicador que posee una personalidad muy atrayente, y una oratoria electrizante, pero poca Escritura.

¡Eso no es evangelismo! ¿Cómo vendrán a Cristo los pecadores si no han sido realmente enseñados por Dios a través de Su Palabra?

Hemos dicho, entonces, que venir a Cristo implica una revelación de Cristo en el corazón de los pecadores, y que las Escrituras es el instrumento a través de la cual se produce dicha revelación. Pero ahora debemos avanzar un paso más hacia adelante y decir…

En tercer lugar, que el asunto primordial de esa revelación es Cristo como Mediador.

El mensaje que Dios el Padre revela al pecador a través de las Escrituras para que venga a Cristo tiene como su tema central y primordial la persona de Cristo como el Mediador que Dios ha provisto, como el único puente a través del cual los pecadores podemos llegar hasta Él.

No se trata simplemente de conocer algunos episodios de la historia que se nos narra en los evangelios acerca de la vida de nuestro Señor Jesucristo. Muchos conocen estas cosas y no por eso son salvos.

De lo que se trata es de conocer y entender la naturaleza de Su Persona, y la obra que hizo en la cruz para salvar a pecadores. ¿Quién es Cristo realmente? ¿Por qué murió en una cruz? ¿Por qué nadie puede salvarse si no es por medio de Él?

Las Escrituras dicen de Cristo que Él es Dios hecho Hombre, perfecto en Su humanidad, perfecto en Su divinidad; y si alguien no acepta este claro testimonio de las Escrituras es porque no está siendo enseñado por el Padre, y por lo tanto, no puede venir a Él.

Precisamente porque Cristo es Emanuel, Dios con nosotros, Dios manifestado en carne, es que hay esperanza para el pecador. Dios ha puesto un puente entre nosotros y Él, un sólo puente: Nuestro Señor Jesucristo (comp. 1Tim. 2:5).

Ningún pecador se salvará porque le digamos sin cesar: “¡Ven a Cristo, ven a Cristo!” Ese es uno de los problemas que tienen esas vallas que vemos en las calles, o las calcomanías que se pegan en los carros (algunas muy grotescas por cierto).

Si no explicamos a los pecadores quién es ese Cristo y cómo ha provisto salvación para los pecadores, no podrán venir a Él. Cuando el pecador puede ver a través de las Escrituras la gloria de Cristo, ya no contempla únicamente su profunda necesidad espiritual, sino que sabe ahora que hay Uno que puede suplirla plenamente en Su Persona y en Su obra.

Pero hay algo más. El Agente que obra en nosotros para que podamos comprender estas verdades y aceptarlas en nuestro corazón es el Espíritu Santo. Si no es efectuada en nosotros una obra del Espíritu de Dios no podríamos ver a Cristo como Aquel que puede suplir plenamente para nuestra necesidad.

Para que podamos ver algo necesitamos dos cosas; luz y un órgano de la vista sano que tenga la capacidad de percibir esa luz. Si falta cualquiera de estos dos elementos no podremos ver. Pues lo mismo ocurre en el reino espiritual. Para ver a Cristo necesitamos la luz de las Escrituras, pero necesitamos también una visión espiritual sana para poder recibir esa luz.

Noten lo que dice el mismo Cristo en Jn. 5:39-40: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida”.

Las Escrituras que ellos examinaban estaban llena de luz, y sin embargo, no querían venir a Cristo. ¿Cuál era el problema? ¿No había suficiente luz en las Escrituras? Por supuesto que sí, pero ellos estaban ciegos espiritualmente (comp. 2Cor. 4:3-4). El diablo no ciega a los pecadores únicamente para que sean inmorales, o para que sean irreligiosos y profanos, no.

El los ciega para que no vean a Cristo como el único que puede suplir para sus necesidades espirituales (comp 1Cor. 2:14). No que no puedan entender los hechos revelados en la Biblia; ellos pueden entender esto, pero no entenderán que en esos hechos se encuentra su única esperanza para ser salvos, para escapar de una condenación sin fin.

Para ellos ese mensaje es una necedad (comp. 1Cor. 1:18 y 2:14); para nosotros es el mensaje más extraordinario que alguna vez hemos oído: que por medio de la fe en Cristo, Su obediencia perfecta es puesta en nuestra cuenta, y Su muerte es aplicada a nuestra deuda para ser entonces aceptados como hijos por el Padre. Eso es el evangelio y ese es el mensaje que los pecadores necesitan escuchar para ser salvos.


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